Sobre «la virtud de la religión» y «los derechos de Dios»

«La adoración es el primer acto de la virtud de la religión» (Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2096)

«El deber de rendir a Dios un culto auténtico corresponde al hombre individual y socialmente considerado. Esa es “la doctrina tradicional católica sobre el deber moral de los hombres y de las sociedades respecto a la religión verdadera y a la única Iglesia de Cristo” (DH 1).» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2105)

«Dirigíos al Padre celestial y, con Jesús, repetid la oración, que fue la de los primeros apóstoles y continúa siendo la de los operarios apostólicos de todos los tiempos: Sanctificetur nomen tuum, adveniat regnum tuum, fiat voluntas tua sicut in caelo et in terra! Por honor de Dios y por el esplendor de su gloria, queremos que su reino de justicia, de amor y de paz se establezca alguna vez en todo lugar.» (Papa Pío XII, Encíclica Fidei donum, n. 13)

La Trinidad

 

Como propuesta a la libertad de nuestros lectores, y desde el más exquisito respeto hacia todas las personas, se introduce en este apartado, a la luz del Magisterio de la Iglesia Católica, una primera aproximación al tema de «la virtud de la religión» y «los derechos de Dios». Por otra parte, al final de la Sección ofrecemos algunos documentos relevantes referidos a algunas de las ideologías que han venido apareciendo desde finales del siglo XIX.

 

Introducción

La base doctrinal de la “sana laicidad”, «implica que las realidades terrenas ciertamente [gocen] de una autonomía efectiva de la esfera eclesiástica, pero no del orden moral» (Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el 56° Congreso nacional organizado por la Unión de Juristas Católicos Italianos, 9-12-2006).

«La elección democrática de los legisladores y los gobernantes los legitima a ellos en cuanto tales, pero no a todas sus decisiones, que serán correctas si se adecuan a la dignidad de la persona, e ilegítimas si se oponen a ella» (Conferencia Episcopal Española, Comité para la Defensa de la Vida, La eutanasia, Cien cuestiones y respuestas sobre la defensa de la vida humana y la actitud de los católicos, octubre de 1992).

«Una cosa es la separación administrativa Iglesia-Estado y otra muy distinta, y gravemente ilegítima, es la separación Verdad-Estado» (Juan Antonio Reig Pla, Obispo de Alcalá de Henares, Misericordia con todos, también con los embriones, 23-2-2016).

«La justicia para con Dios es llamada “la virtud de la religión”» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1807).

«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6, 59).

«La adoración es el primer acto de la virtud de la religión. Adorar a Dios es reconocerle como Dios, como Creador y Salvador, Señor y Dueño de todo lo que existe, como Amor infinito y misericordioso. “Adorarás al Señor tu Dios y sólo a él darás culto” (Lc 4, 8), dice Jesús citando el Deuteronomio (6, 13).

Adorar a Dios es reconocer, con respeto y sumisión absolutos, la “nada de la criatura”, que sólo existe por Dios. Adorar a Dios es alabarlo, exaltarle y humillarse a sí mismo, como hace María en el Magníficat, confesando con gratitud que Él ha hecho grandes cosas y que su nombre es santo (cf Lc 1, 46-49). La adoración del Dios único libera al hombre del repliegue sobre sí mismo, de la esclavitud del pecado y de la idolatría del mundo.» (Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2096-2097).

«El deber de rendir a Dios un culto auténtico corresponde al hombre individual y socialmente considerado. Esa es “la doctrina tradicional católica sobre el deber moral de los hombres y de las sociedades respecto a la religión verdadera y a la única Iglesia de Cristo” (DH 1)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2105).

«¡Qué felicidad morir en defensa de los derechos de Dios!» (San David Uribe Velasco, presbítero y mártir).

 

Algunos textos sobre la «virtud de la religión» y «los derechos de Dios»

Catecismo de la Iglesia Católica

«“Las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad, informan y vivifican las virtudes morales. Así, la caridad nos lleva a dar a Dios lo que en toda justicia le debemos en cuanto criaturas. La virtud de la religión nos dispone a esta actitud» (Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2095).

«El primer mandamiento prohíbe honrar a dioses distintos del Único Señor que se ha revelado a su pueblo. Proscribe la superstición y la irreligión. (…) La irreligión es un vicio opuesto por defecto a la virtud de la religión» (Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2110).

«En cuanto rechaza o niega la existencia de Dios, el ateísmo es un pecado contra la virtud de la religión (cf Rm 1, 18)» (Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2125).

«“Al Señor tu Dios adorarás” (Mt 4, 10). Adorar a Dios, orar a Él, ofrecerle el culto que le corresponde, cumplir las promesas y los votos que se le han hecho, son todos ellos actos de la virtud de la religión que constituyen la obediencia al primer mandamiento» (Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2135).

«El segundo mandamiento prescribe respetar el nombre del Señor. Pertenece, como el primer mandamiento, a la virtud de la religión y regula más particularmente el uso de nuestra palabra en las cosas santas» (Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2142).

 

Papa Francisco

«Sus palabras [las del llamado «buen ladrón»] son un maravilloso modelo de arrepentimiento, una catequesis concentrada para aprender a pedir perdón a Jesús. Primero, él se dirige a su compañero: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena?» (Lc 23, 40). Así pone de relieve el punto de partida del arrepentimiento: el temor a Dios. Pero no el miedo a Dios, no: el temor filial de Dios. No es el miedo, sino ese respeto que se debe a Dios porque Él es Dios. Es un respeto filial porque Él es Padre. El buen ladrón recuerda la actitud fundamental que abre a la confianza en Dios: la conciencia de su omnipotencia y de su infinita bondad. Este es el respeto confiado que ayuda a dejar espacio a Dios y a encomendarse a su misericordia, incluso en la oscuridad más densa» (Audiencia general, 28-9-2016).

 

Papa Benedicto XVI

«La misión de la Iglesia, como la de Cristo, es esencialmente hablar de Dios, hacer memoria de su soberanía, recordar a todos, especialmente a los cristianos que han perdido su identidad, el derecho de Dios sobre lo que le pertenece, es decir, nuestra vida» (Homilía, 16-10-2011).

«Hoy muchos sostienen que a Dios se le debe “dejar en el banquillo”, y que la religión y la fe, aunque convenientes para los individuos, han de ser excluidas de la vida pública, o consideradas sólo para obtener limitados objetivos pragmáticos. Esta visión secularizada intenta explicar la vida humana y plasmar la sociedad con pocas o ninguna referencia al Creador. Se presenta como una fuerza neutral, imparcial y respetuosa de cada uno. En realidad, como toda ideología, el laicismo impone una visión global. Si Dios es irrelevante en la vida pública, la sociedad podrá plasmarse según una perspectiva carente de Dios. Sin embargo, la experiencia enseña que el alejamiento del designio de Dios creador provoca un desorden que tiene repercusiones inevitables sobre el resto de la creación (cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 1990, 5). Cuando Dios queda eclipsado, nuestra capacidad de reconocer el orden natural, la finalidad y el «bien», empieza a disiparse. Lo que se ha promovido ostentosamente como ingeniosidad humana se ha manifestado bien pronto como locura, avidez y explotación egoísta» (Discurso. Viaje Apostólico a Sydney: Fiesta de acogida de los jóvenes en el muelle «Barangaroo East Darling», Sydney,17-7-2008).

 

Papa San Juan Pablo II

«No se debe olvidar que la negación de Dios y de sus mandamientos fue la que creó, en el siglo pasado, la tiranía de los ídolos, que se manifestó en la glorificación de una raza, de una clase, del Estado, de la nación y del partido, en lugar del Dios vivo y verdadero. Precisamente a la luz de las desventuras del siglo XX se comprende cómo los derechos de Dios y del hombre se afirman y se niegan al mismo tiempo» (Mensaje al Congreso celebrado con motivo del XII centenario de la coronación imperial de Carlomagno, 16-12-2000).

«El hombre es criatura de Dios, y por esto los derechos humanos tienen su origen en Él, se basan en el designio de la creación y se enmarcan en el plan de la Redención. Podría decirse, con una expresión atrevida, que los derechos del hombre son también derechos de Dios. (…)

Aquí entra otro punto, que podríamos enunciar así: la Iglesia insiste en los deberes, no sólo en los derechos. La conciencia de todo cristiano debe estar profundamente marcada por la categoría del deber. La relación con Dios, creador y redentor del hombre, su principio y su fin, posee la fuerza de un auténtico vínculo.

La conciencia es lugar de conquista de la verdadera libertad, pero a condición de que esté dispuesta a reconocer «los derechos de Dios», inscritos en su estructura más profunda. «Es testimonio de Dios mismo, cuya voz y cuyo juicio penetran la intimidad del hombre hasta las raíces de su alma, invitándolo fortiter et suaviter a la obediencia (…), espacio santo donde Dios habla al hombre» (Veritatis splendor, 58). La pregunta ineludible, que debería brotar de forma espontánea en nosotros ante Dios, es la que dirigió Pablo a Jesús cuando se encontró por primera vez con él en el camino de Damasco: «¿Qué he de hacer, Señor?» (Hch 22, 10).

Cristo lo pide todo. El testigo del amor infinito del Padre es exigente. Pero cuando el Espíritu Santo suscita en nosotros la conciencia viva de que somos hijos de Dios (cf. Rm 8, 15), su llamada no da miedo, sino que atrae con la fuerza del amor. Quien se pone totalmente en sus manos, experimenta el maravilloso intercambio que describe el beato Josemaría Escrivá con estas palabras: «Jesús mío: lo que es mío es tuyo, porque lo que es tuyo es mío, y lo que es mío lo pongo en tus manos» (Forja, 594)» (Discurso a los muchachos y muchachas del UNIV, 7-4-1998).

«Pues ¿cómo quedarse callado ante el triste espectáculo de atropellos y crueldades inauditas que parecen arrastrar a personas y poblaciones al borde del abismo?

¿Cómo es posible que en nuestro siglo, siglo de la ciencia y la técnica, capaz de penetrar los misterios del espacio, nos sintamos testigos impotentes de violaciones escalofriantes a la dignidad humana?

¿Acaso no depende del hecho de que la cultura contemporánea persigue en gran medida el espejismo de un humanismo sin Dios, o se enorgullece de afirmar los derechos del hombre olvidándose o peor aún, pisoteando a veces los derechos de Dios?

2. ¡Es hora de volver a Dios! Sí, amadísimos hermanos y hermanas, el mundo tiene necesidad de Dios, en quien a menudo cree poco, a quien adora poco, y a quien ama y obedece poco. Dios no se queda callado, sino que pide el silencio humilde de la escucha. Su respeto infinito a nuestra libertad no es debilidad: nos trata como a hijos.

Dejemos que su palabra toque nuestro corazón. Él es la esperanza del hombre y el fundamento de su dignidad auténtica.

Los hechos han demostrado la ceguera de todas las ideologías que han pretendido poner al hombre como alternativa a Dios, la criatura a su Creador. Como dice el Concilio: «La criatura sin el Creador desaparece» (Gaudium et spes, 36).

Ciertamente es justo y necesario afirmar y defender los derechos del hombre, pero antes es preciso reconocer y respetar los derechos de Dios. Descuidando los derechos de Dios se corre el riesgo, ante todo, de anular los del hombre. «Cuando, por el contrario, faltan ese fundamento divino y esa esperanza de la vida eterna ―sigue afirmando el Concilio―, la dignidad humana sufre lesiones gravísimas» (ib., 21).

Permitidme gritar fuerte: ¡es hora de volver a Dios! A quien todavía no tiene la alegría de la fe se le pide la valentía de buscarla con confianza perseverancia y disponibilidad. A quien ya tiene la gracia de poseerla se le pide que la aprecie como el tesoro más valioso de su existencia, viviéndola profundamente y testimoniándola con pasión. Nuestro mundo tiene sed de una fe profunda y auténtica, porque sólo Dios puede satisfacer plenamente las aspiraciones del corazón humano.

3. Es necesario volver a Dios, reconocer y respetar los derechos de Dios. Pidamos a la Virgen santa esta conciencia renovada. Su presencia materna, que nos amonesta, se ha hecho sentir muchas veces, incluso en nuestro siglo. Parece que quiere ponernos en guardia ante los peligros que se ciernen sobre la humanidad. María nos pide que respondamos a la fuerza oscura del mal con las armas pacíficas de la oración, el ayuno y la caridad. Nos indica a Cristo nos lleva a Cristo. No defraudemos las expectativas de su corazón de madre» (Ángelus, 7-3-1993).

«Como afirma el Concilio Vaticano II en la Constitución pastoral Gaudium et spes, el problema de la promoción humana no se puede considerar al margen de la relación del hombre con Dios.[41] En efecto, contraponer la promoción auténticamente humana y el proyecto de Dios sobre la humanidad es una grave distorsión, fruto de una cierta mentalidad de inspiración secularista. La genuina promoción humana ha de respetar siempre la verdad sobre Dios y la verdad sobre el hombre, los derechos de Dios y los derechos del hombre» (Viaje apostólico a Santo Domingo: Discurso inaugural de la IV Conferencia general del episcopado latinoamericano, 12-10-1992).

«Estrechamente unido al tema de la conciencia moral, se encuentra el tema de la fuerza vinculante propia de la norma moral, que enseña la Humanae vitae.

Pablo VI, calificando el hecho de la contracepción como intrínsecamente ilícito, ha querido enseñar que la norma moral no admite excepciones: nunca una circunstancia personal o social ha podido, ni puede, ni podrá, convertir un acto así en un acto ordenado de por sí. La existencia de normas particulares con relación al actuar intra-mundano del hombre, dotado de una fuerza tal que obligan a excluir, siempre y sea como fuere, la posibilidad de excepciones, es una enseñanza constante de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia que el teólogo católico no puede poner en discusión.

Aquí tocamos un punto central de la doctrina cristiana referente a Dios y el hombre. Mirándolo bien, lo que se pone en cuestión, al rechazar esta enseñanza, es la idea misma de la santidad de Dios. Él, al predestinarnos a ser santos e inmaculados ante Él, nos ha creado «in Christo Iesu in operibus bonis, quae preparavit…, ut in illis ambulemus» («en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de antemano dispuso Dios que practicáramos».) (Ef 2, 10): estas normas morales son, simplemente, la exigencia, de la que ninguna circunstancia histórica puede dispensar, de la santidad de Dios en la que participa en concreto, no ya en abstracto, cada persona humana.

Además, esta negación hace vana la cruz de Cristo (cf. 1 Cor 1, 17). El Verbo, al encarnarse ha entrada plenamente en nuestra existencia cotidiana, que se articula en actos humanos concretos, muriendo por nuestros pecados, nos ha re-creado en la santidad original, que debe expresarse en nuestra cotidiana actividad intra-mundana.

Y aún más: esa negación implica, como consecuencia lógica, que no existe ninguna verdad del hombre que se sustraiga al flujo del devenir histórico. La desvirtualización del misterio de Dios, como siempre, acaba en la desvirtualización del misterio del hombre, y el no reconocer los derechos de Dios, como siempre, acaba en la negación de la dignidad del hombre» (Discurso a los participantes en el II Congreso Internacional de Teología moral, 12-11-1988).

«No se puede oponer el servicio de Dios y el servicio de los hombres, el derecho de Dios y el derecho de los hombres. Sirviendo al Señor, entregándole nuestra vida al decir que “creemos en un solo Dios”, que “Jesús es el Señor” (1Cor 12, 3; Rom 10, 9; Jn 20, 28), rompemos con todo lo demás que pretenda erigirse en absoluto, y destruimos los ídolos del dinero, del poder, del sexo, los que se esconden en las ideologías, “religiones laicas” con ambición totalitaria.

El reconocimiento del señorío de Dios conduce al descubrimiento de la realidad del hombre. Reconociendo el derecho de Dios, seremos capaces de reconocer el derecho de los hombres.“Del hombre en toda su verdad, en su plena dimensión… de cada hombre, porque cada uno ha sido comprendido en el misterio de la Redención y con cada uno se ha unido Cristo para siempre…” (Redemptor hominis, 13)» (Discurso al Consejo episcopal latinoamericano, 2-7-1980).

 

 

Papa San Pablo VI

«La Iglesia que vela, ante todo, por los derechos de Dios, no podrá despreocuparse jamás de los derechos del hombre, creado a imagen y semejanza de su Creador. Ella se siente herida cuando los derechos de un hombre, cualquiera que sea, o dondequiera que esté, son ignorados y violados.» (Discurso al Secretario General de Naciones Unidas, 5-2-1972).

 

Papa San Juan XXIII

«He aquí, en efecto, cómo Juan Bautista, el precursor del Señor, da comienzo a su predicación con el grito: “Haced penitencia, porque el Reino de los Cielos se acerca” (Mt 3, 1). Y Jesús mismo no inicia su ministerio con la revelación inmediata de las sublimes verdades de la fe, sino con la invitación a purificar la mente y el corazón de cuanto pudiera impedir la fructuosa acogida de la buena nueva: “Desde entonces en adelante comenzó Jesús a predicar y a decir: Haced penitencia, porque el Reino de los Cielos está cerca” (Ibíd., 4, 17). Más aún que los profetas, el Salvador exige de sus oyentes un cambio total de mentalidad mediante el reconocimiento sincero e integral de los derechos de Dios, “he aquí que el Reino de Dios está en medio de vosotros” (Lc 17, 21)» (Encíclica Paenitentiam Agere, 1-7-1962)

“Pensamos que se ha de tener por cierto, de una manera especial, que, cuando. se desconocen o se conculcan los sacrosantos derechos de Dios y de la religión, más pronto o más tarde vacilan y caen por tierra las mismas columnas de la sociedad. Lo notaba sapientísimamente nuestro predecesor León XIII: «De donde se sigue… que, cuando se repudia la suma y eterna norma de Dios que manda y prohíbe, entonces se quebranta el vigor de las leyes y se debilita toda autoridad»[68]. Con lo cual concuerda aquélla sentencia de Cicerón: «Vosotros, ¡oh pontífices!, más, diligentemente defendéis la ciudad con la religión que con las mismas murallas»” (Encíclica Ad Petri Cathedram, 29-6-1959).

 

Papa Pío XII

“Por lo tanto, el Divino Redentor, en su cualidad de legítimo y perfecto Mediador nuestro, al haber conciliado bajo el estímulo de su caridad ardentísima hacia nosotros los deberes y obligaciones del género humano con los derechos de Dios, ha sido, sin duda, el autor de aquella maravillosa reconciliación entre la divina justicia y la divina misericordia, que constituye esencialmente el misterio trascendente de nuestra salvación. Muy a propósito dice el Doctor Angélico: «Conviene observar que la liberación del hombre, mediante la pasión de Cristo, fue conveniente tanto a su justicia como a su misericordia. Ante todo, a la justicia; porque con su pasión Cristo satisfizo por la culpa del género humano, y, por consiguiente, por la justicia de Cristo el hombre fue libertado. Y, en segundo lugar, a la misericordia; porque, no siéndole posible al hombre satisfacer por el pecado, que manchaba a toda la naturaleza humana, Dios le dio un Redentor en la persona de su Hijo». Ahora bien: esto fue de parte de Dios un acto de más generosa misericordia que si El hubiese perdonado los pecados sin exigir satisfacción alguna. Por ello está escrito: «Dios, que es rico en misericordia, movido por el excesivo amor con que nos amó, aun cuando estábamos muertos por los pecados, nos volvió a dar la vida en Cristo»[32].” (Encíclica Haurietis Aquas, n. 10, 15-5-1956).

«Ahora bien, el hombre se vuelve ordenadamente a Dios cuando reconoce su majestad suprema y su magisterio sumo, cuando acepta con sumisión las verdades divinamente reveladas, cuando observa religiosamente sus leyes, cuando hace converger hacia El toda su actividad, cuando —para decirlo en breve— da, mediante la virtud de la religión, el debido culto al único y verdadero Dios» (Encíclica Mediator Dei, n. 19, 20-11-1947).

 

Papa Pío XI

La Iglesia Católica, no está «bajo ningún respecto ligada a una forma de gobierno más que a otra, con tal que queden a salvo los derechos de Dios y de la conciencia cristiana» (Encíclica Dilectissima Nobis, 3-6-1933)

«Y así a la Iglesia de Dios, que no disputa nada al Estado de lo que al Estado pertenece, se le dejará de discutir lo que le corresponde, la educación y la formación cristiana de la juventud, no por concesión humana, sino por mandato divino, y que ella, por consiguiente, debe siempre reclamar y reclamará siempre con una insistencia y una intransigencia que no pueden cesar ni doblarse, porque no proviene de ninguna concesión, porque no proviene de un concepto humano o de un cálculo humano o de humanas ideologías, que cambian con los tiempos y los lugares, sino de una disposición divina e inviolable.

37. Lo que también Nos inspira gran confianza es el bien que provendrá incontestablemente del reconocimiento de esta verdad y de este derecho. Padre de todos los hombres redimidos con la sangre de Cristo, el Vicario de este Redentor que después de haber enseñado y ordenado a todos el amor de los enemigos moría perdonando a los que le crucificaban, no es ni será jamás enemigo de nadie; así harán sus verdaderos hijos los católicos que quieran permanecer dignos de tan grande nombre; pero no podrán jamás adoptar o favorecer máximas y reglas de pensamiento y de acción contrarias a los derechos de la Iglesia y al bien de las almas, y por el mismo hecho contrarias a los derechos de Dios» (Encíclica Non abbiamo bisogno, nn. 36-37, 29-6-1931).

 

Papa León XIII

«Si la razón del hombre llegara a arrogarse el poder de establecer por sí misma la naturaleza y la extensión de los derechos de Dios y de sus propias obligaciones, el respeto a las leyes divinas sería una apariencia, no una realidad, y el juicio del hombre valdría más que la autoridad y la providencia del mismo Dios. Es necesario, por tanto, que la norma de nuestra vida se ajuste continua y religiosamente no sólo a la ley eterna, sino también a todas y cada una de las demás leyes que Dios, en su infinita sabiduria, en su infinito poder y por los medios que le ha parecido, nos ha comunicado; leyes que podemos conocer con seguridad por medio de señales claras e indubitables. Necesidad acentuada por el hecho de que esta clase de leyes, al tener el mismo principio y el mismo autor que la ley eterna, concuerdan enteramente con la razón, perfeccionan el derecho natural e incluyen además el magisterio del mismo Dios, quien, para que nuestro entendimiento y nuestra voluntad no caigan en error, rige a entrambos benignamente con su amorosa dirección. Manténgase, pues, santa e inviolablemente unido lo que no puede ni debe ser separado, y sírvase a Dios en todas las cosas, como lo ordena la misma razón natural, con toda sumisión y obediencia.

(…) de todas las obligaciones del hombre, la mayor y más sagrada es, sin duda alguna, la que nos manda dar a Dios el culto de la religión y de la piedad. Este deber es la consecuencia necesaria de nuestra perpetua dependencia de Dios, de nuestro gobierno por Dios y de nuestro origen primero y fin supremo, que es Dios. Hay que añadir, además, que sin la virtud de la religión no es posible virtud auténtica alguna, porque la virtud moral es aquella virtud cuyos actos tienen por objeto todo lo que nos lleva a Dios, considerado como supremo y último bien del hombre; y por esto, la religión, cuyo oficio es realizar todo lo que tiene por fin directo e inmediato el honor de Dios[9], es la reina y la regla a la vez de todas las virtudes.» (Encíclica Libertas, praestantissimum, n. 13 y 15, 20-6-1888).

[El diablo] le mostró [a Jesús] los reinos del mundo y su gloria, y le dijo: «Todo esto te daré, si te postras y me adoras». Entonces le dijo Jesús: «Vete, Satanás, porque está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto”» (Mt 4, 8b-10)

 

Para saber más sobre algunas «ideologías»:

«Todo pasa, solo Dios permanece. Han pasado reinos, pueblos, culturas, naciones, ideologías, potencias, pero la Iglesia, fundada sobre Cristo, a través de tantas tempestades y a pesar de nuestros muchos pecados, permanece fiel al depósito de la fe en el servicio, porque la Iglesia no es de los Papas, de los obispos, de los sacerdotes y tampoco de los fieles, es única y exclusivamente de Cristo. Solo quien vive en Cristo promueve y defiende a la Iglesia con la santidad de vida, a ejemplo de Pedro y Pablo.» (Papa Francisco, Homilía, 29-6-2015).

 

El Reinado Social de Cristo

 

«Si, pues, en alguna ocasión el enemigo intentara arrebataros el legado tan valioso de vuestras tradiciones católicas, que en el seno de vuestros hogares sea entonces más intensa la devoción a María, que vuestros corazones vibren de amor a la que es cantada por la Liturgia como debeladora de herejías: “Cunctas haereses sola interemisti in universo mundo” [tú sola has destruido todas las herejías del mundo entero]» (San Juan XXIII, Radiomensaje para la clausura del primer Congreso Mariano Interamericano celebrado en Buenos Aires, 13-11-1960).