En la mañana del día 15 de septiembre de 2024 tuvo lugar la Misa Mayor por la festividad de Ntra. Señora la Virgen del Val, patrona de la ciudad de Alcalá de Henares, alcaldesa perpetua y doctora de su universidad. La Eucaristía estuvo presidida por don Antonio Prieto Lucena, obispo complutense, cuya homilía recogemos a continuación.
15 de septiembre de 2024
Queridos hermanos sacerdotes y seminaristas, miembros de la vida consagrada, Sra. Presidenta y Junta de Gobierno de la Hermandad de nuestra patrona, la Virgen del Val; saludo con todo respeto a la Sra. Alcaldesa y a los miembros de la corporación municipal; al Comandante Jefe de la Brigada Paracaidista y al Comisario Principal de la Policía local, que hoy celebra a su patrona. Saludo también a los representantes de cofradías, hermandades, asociaciones y casas regionales, aquí presentes. Queridos hermanos todos:
El episodio de las bodas de Caná, que hemos escuchado en el Evangelio, en el que falta el vino, representa la situación del hombre contemporáneo, que ha perdido la esperanza. El vino, que alegra el corazón del hombre (Sal 104,15), es símbolo de alegría. Si falta el vino, falta la alegría; y donde falta de alegría es porque no hay esperanza. Comprendemos entonces la importancia singular que tiene la Virgen María, que es la primera que se da cuenta de la falta de vino y del apuro de los novios, y pone remedio a la situación provocando un milagro anticipado de Jesús.
El curso pastoral que estamos comenzando, de manos de la Virgen del Val, nuestra patrona, estará marcado por el Jubileo del Año 2025, dedicado a la esperanza cristiana. El Papa Francisco quiere que sea un año para renovar en nosotros esta gran virtud teologal, que consiste en vivir de la promesa de Dios. La esperanza, en efecto, tiene que ver con el futuro, pero no en cuanto a que nosotros podamos producirlo. Quien confía en sus propias fuerzas no confía en la esperanza, sino en el progreso, y la esperanza es más que el progreso. Por otra parte, la esperanza también se diferencia del simple optimismo. El optimismo consiste en confiar en el propio sentimiento de ilusión, que es frágil y fácilmente queda frustrado a la primera de cambio. La esperanza cristiana es más que el progreso y el optimismo, se basa en la relación con Dios y en su promesa de salvación, por eso la esperanza cristiana, como dice San Pablo, no defrauda, ya que Dios nunca defrauda.
Nuestro mundo necesita nuevas dosis de esperanza. Cuando se tiene esperanza en un futuro mejor se activan todas las energías humanas. La esperanza es sinónimo de ilusión, de movimiento, de esfuerzo, de tesón. En cambio, la desesperanza genera bloqueo, parálisis de la acción, apatía, insatisfacción, intolerancia y falta de compromiso. Podríamos mirar hacia el pasado y contemplar nuestra historia reciente. En esa mirada retrospectiva, podríamos reconocer que el siglo XIX fue el “siglo de la caridad”. Fue el siglo de la revolución industrial, que, junto con grandes posibilidades, provocó enormes bolsas de pobreza. Era necesario reparar injusticias y consolar dolores, y el Espíritu Santo suscitó muchísimas órdenes religiosas dedicadas al servicio a los más pobres, tanto en la beneficencia como en la enseñanza. Pensemos en el papel que jugaron los salesianos o las Conferencias de San Vicente de Paul, entre otros. El siglo XIX fue el siglo de la caridad.
Por su parte, el siglo XX podemos considerarlo el “siglo de la fe”. Fue el siglo de los grandes totalitarismos y de las guerras mundiales, que pusieron de manifiesto el fracaso de las ideologías materialistas y nacionalistas. El fracaso de las ideologías solo podía superarse por la fe en Dios y en la persona humana, creada a imagen de Dios, en Cristo, con una gran capacidad para amar y para construir la civilización del amor. Es lo que intentó hacer el Concilio Vaticano II y el Papa San Juan Pablo II, en su largo pontificado. El siglo XX fue el siglo de la fe.
Y entonces, llegamos a la pregunta: ¿Y el siglo XXI? El siglo XXI está llamado a ser el “siglo de la esperanza”, porque la cuestión que se plantea con mayor preocupación es si tenemos capacidad de transmitir una promesa de felicidad a las nuevas generaciones. Si falta esa promesa, no hay esperanza. Entonces, la única solución es volcarnos en el presente, quedar atrapados en el presente, buscando sacarle todo el placer posible de manera egoísta, pero con una desconfianza grande ante un futuro incierto, que no sabemos si llegará.
Hasta hace pocos años, cuando nos encontrábamos con un bello paisaje en la naturaleza nos deteníamos a contemplarlo y nos servía de inspiración para el futuro. Ahora, las cosas han cambiado. Cuando una persona encuentra un paisaje, puede ser que ya no se detenga a contemplarlo, ni le haga pensar en el futuro. Quizá lo único que haga sea sacar su móvil, hacer una foto y colgarla en sus redes sociales, para inmortalizar el presente. Un presente que solo sirve para disfrutar y en el que uno queda atrapado, sin posibilidad de abrirse hacia el futuro.
Una sociedad atrapada en el disfrute efímero del presente -y desconfiada del futuro- es una sociedad enferma. Es una sociedad en la que ya no se desea transmitir la vida, ni se desea transmitir la fe. La crisis demográfica que estamos padeciendo, y que es realmente preocupante, tiene muchas causas, pero una no despreciable es la falta de esperanza de los jóvenes para casarse, y de los padres para transmitir la vida a sus hijos, ya que tenemos la experiencia de que la vida se ha vuelto tan complicada que no sabemos si es bueno transmitirla. Antes, la vida era siempre un bien, y la acogíamos con la alegría de una familia que crece, pero ahora no estamos tan convencidos.
Algo parecido nos pasa, dentro de la Iglesia, con la transmisión de la fe. Hasta no hace mucho, la principal tarea de los padres era bautizar a sus hijos -lo antes posible-, y darles una buena educación, que, por supuesto, era una educación cristiana. Ahora esto, por desgracia, ha pasado a segundo plano. Es cierto que la fuerza del materialismo y la secularización nos aplastan, pero hemos de reconocer que la Iglesia ha perdido vigor misionero. Nos falta empuje y fortaleza para transmitir la fe. Quizá no estemos demasiado convencidos de que la fe sea algo “tan bueno” como para transmitirla a los que no la tienen. Entre otras cosas, esta falta de celo apostólico se deja sentir en el descenso de las vocaciones de especial consagración.
Queridos hermanos: Necesitamos crecer en dinamismo misionero ¡Cuánto desearía que la Diócesis de Alcalá fuera una Diócesis misionera! Necesitamos esperanza. La necesitamos tanto como los novios de Caná de Galilea necesitaban el vino. Por eso, necesitamos a la Virgen María, para que ella se haga nuestra portavoz ante Dios. En la primera lectura, del Libro del Eclesiástico, hemos leído estas palabras de consuelo aplicadas a la Virgen María: “Yo soy la Madre del amor hermoso y del temor, del conocimiento y de la santa esperanza, en mi se halla toda esperanza de vida y de verdad”. María quiere darnos esperanza haciéndonos conscientes de la grandeza de nuestra vocación cristiana. He aquí una clave fundamental para caminar en esperanza: recuperar el sentido de nuestra grandeza. Una vida mediocre, egoísta, vulgar y chata no produce esperanza; en cambio, aspirar a “metas elevadas” dilata el corazón y da alas.
El gran Padre de la Iglesia, San Ignacio de Antioquía, decía que “el Cristianismo no es cuestión de persuasión, sino de grandeza”. La cuestión de la esperanza se resuelve finalmente en la cuestión de la grandeza. El Cristianismo tiene una “visión de grandeza” sobre el hombre, sobre su destino, sobre el matrimonio, la familia, el trabajo y la sociedad. Es una visión de grandeza que viene de Dios, y que no podemos guardarnos para nosotros mismos. Tenemos la responsabilidad de transmitirla a nuestro alrededor. Tomemos conciencia de la grandeza de nuestra vocación cristiana. Se cuenta que el rey Luis XVI de Francia subió al trono siendo un adolescente, después de que su padre fuera encarcelado. Aprovechando su juventud, sus adversarios trataron de corromperlo moralmente con toda clase de tentaciones mundanas, pero el joven rey no sucumbió. Cuando le preguntaban cómo lo había conseguido, el rey Luis contestaba: “porque mi padre me dijo que yo había nacido para ser rey”. El joven monarca tenía conciencia de su grandeza y esto le mantuvo firme frente a todas las tentaciones.
Nuestra patrona, la Virgen del Val, es “joyero de grandeza, de ciencia y santidad”. Ella es Madre de una tierra que ha sido regada por la sangre de los santos niños Justo y Pastor. Felicito a la Hermandad de la Virgen del Val, a la Hermandad de los Santos Niños y a los scouts de Alcalá por su iniciativa de hermanarse, buscando transmitir la grandeza de nuestra vocación cristiana a los niños y adolescentes. Dios bendiga este proyecto de comunión. A ti confiamos, Virgen del Val, el curso pastoral que estamos comenzando. Buscamos Virgen Pura, tus brazos maternales, pues eres nuestra madre, la madre de Alcalá. Amén.