AUDIO Y TEXTO
Lección magistral de Mons. Reig Pla: La enseñanza social de la encíclica “Humanae vitae” de San Pablo VI

El lunes 13 de noviembre, se celebró la Jornada Lateranense en la Sección Extra-Urbana de Valencia del Pontificio Instituto Teológico Juan Pablo II para Ciencias del Matrimonio y la Familia.

A las 18:30 horas se celebró la Santa Misa en la Capilla de la Sede de Santa Úrsula de la Universidad Católica de Valencia (UCV), presidida por Mons. Enrique Benavent Vidal, Arzobispo de Valencia y Vice-Gran Canciller de esta Sección del Instituto. A continuación, y a invitación de Mons. Benavent, Mons. Juan Antonio Reig Pla, Obispo emérito de Alcalá de Henares y doctor en Teología Moral, impartió, en el salón de actos de la UCV, la lección magistral bajo el título «La enseñanza social de la encíclica “Humanae vitae” de San Pablo VI».

Posteriormente tuvo lugar una cena-coloquio con el Sr. Arzobispo de Valencia, Mons. Reig, autoridades académicas y amigos del Instituto. Mons. Juan Antonio Reig fue Vicepresidente del Pontificio Instituto Juan Pablo para Estudios sobre el Matrimonio y la Familia -Sección Española- (1994-2017) y de la Sección Extra-Urbana de Valencia del Pontificio Instituto Teológico Juan Pablo II para las Ciencias del Matrimonio y la Familia (2017-2019). A continuación ofrecemos el texto y el audio de la lección magistral.

Escucha el audio completo de la conferencia:

LA ENSEÑANZA SOCIAL DE LA ENCÍCLICA “HUMANAE VITAE” DE SAN PABLO VI

Juan Antonio Reig Pla
Obispo emérito de Alcalá de Henares

Valencia, 13 de noviembre de 2023

Jornada Lateranense en el Pontificio Instituto Teológico Juan Pablo II para Ciencias del Matrimonio y la Familia

Como nos recuerda el Papa Francisco «es preciso redescubrir el mensaje de la Encíclica Humanae vitae de Pablo VI, que hace hincapié en la necesidad de respetar la dignidad de la persona en la valoración moral de los métodos de regulación de la natalidad». Para comprender la importancia y la trascendencia de esta Encíclica es necesario, sin embargo, describir la naturaleza y el ámbito en el que se sitúa esta enseñanza. Del mismo modo, es imprescindible conocer los antecedentes de esta doctrina, el contexto cultural y sociológico en el que fue publicada y el carácter social de los principios y fundamentos que la sostienen. 

  1. La Humanae vitae en el ámbito de la moral social

Cuando se habla de la sexualidad humana lo habitual es situarla en el ámbito de lo privado y circunscrita a su dimensión afectiva y compensatoria de la búsqueda de placer, en la que la procreación es algo añadido desde fuera al propio ejercicio de la unión sexual. Sin obviar la legitimidad del placer y su resonancia afectiva, la enseñanza de la Humanae vitae corresponde a lo que llamamos moral social o Doctrina Social de la Iglesia. Así nos lo recordaba Benedicto XVI al relacionar tanto las encíclicas Evangelii nuntiandi como Humanae vitae de San Pablo VI con su otra encíclica Populorum progressio. Estas son sus palabras: “La Encíclica Humanae vitae subraya el sentido unitivo y procreador a la vez de la sexualidad, poniendo así como fundamento de la sociedad la pareja de los esposos, hombre y mujer, que se acogen en la distinción y en la complementariedad; una pareja abierta a la vida. No se trata de una moral meramente individual: la Humanae vitae señala los fuertes vínculos entre la ética de la vida y la ética social, inaugurando una temática del magisterio que ha ido tomando cuerpo poco a poco en varios documentos y, por último, en la Encíclica Evangelium vitae de Juan Pablo II” (Benedicto XVI, Caritas in veritate, 15).

Situados en esta perspectiva hemos de afirmar que, aunque está herida por el pecado, la sexualidad es buena, es una dimensión esencial de la persona que afecta a su unidad cuerpo-espíritu y que en su diferencia varón-mujer responde a la vocación original al amor y a la procreación. La sexualidad humana, cuyo contenido coincide con la misma persona varón-mujer, no se agota en su dimensión personal privada. Desconocer la relevancia pública del bien de los esposos, de los hijos y de la misma sociedad que se origina en la familia, no sería hacer justicia a la realidad de lo que se pone en juego en la sexualidad humana.

  1. El contexto cultural y social

La Encíclica Humanae vitae fue publicada el 25 de julio de 1968, concluido el Concilio Vaticano II. Unido al mayo francés de ese mismo año, pero con raíces que vienen de antes, se fue imponiendo lo que se llama la cultura de la separación: separación cuerpo-espíritu, espiritual-material, individuo-comunidad, etc. Se trata de la entronización del dualismo antropológico que niega los significados y la gramática del cuerpo humano y reduce la persona a su libertad-racionalidad. Con estas raíces gnósticas se propicia el individualismo, el carácter creador de la conciencia y la libertad que se ha ido encaminando paulatinamente, en la sociedad postmoderna, hacia el emotivismo cuyo horizonte próximo es el nihilismo y su deriva hacia el posthumanismo y el transhumanismo. 

La expresión visible de esta trayectoria es la revolución sexual que va unida a la cultura de la separación y al dualismo antropológico. En su primera entrada la revolución sexual pretende separar la sexualidad de la procreación. Como hemos dicho la procreación es considerada como un añadido externo a la unión sexual. En segundo lugar, se desvincula la sexualidad del matrimonio como una victoria del amor libre y, finalmente, se desvincula también la sexualidad del amor para pasar a ser un juego consentido al margen de la finalidad intrínseca de la sexualidad humana y sus significados.

Todo esto lo hacía posible la anticoncepción química con el descubrimiento de los anovulatorios, lo que se ha conocido como la “píldora anticonceptiva”. Del mismo modo que la sexualidad humana en su diferencia varón-mujer era una profecía que apuntaba a su plenitud en el sacramento del matrimonio, participación del amor de Cristo por su Iglesia, la anticoncepción era una semilla que no solo hay que relacionar con la mentalidad abortiva como lo hizo San Juan Pablo II (Evangelium vitae, 13) sino que su malicia se iría manifestando en el fenómeno de la esterilización, la fecundación in vitro, la ideología de género, la teoría queer, la clonación, el cyborg, el posthumanismo y el transhumanismo. 

La razón es clara: se prescinde del primado de la persona en su unidad cuerpo-espíritu (el cuerpo es una prótesis del yo), se prescinde, como hemos dicho, de los significados del propio cuerpo y su gramática y se da todo el poder a la técnica. Es lo que he llamado en otras ocasiones tecno-nihilismo de raíces a la vez liberales y marxistas, que han confluido en la entronización de la llamada “tecno-redención de las realidades inconclusas” como continuación del evolucionismo, propiciando la deconstrucción de lo humano y deconstruyendo la lógica de la creación.

Aunque todo esto no estaba expresado y visible en 1968, San Pablo VI, con un carácter profético, lo intuyó y lo advirtió en la Humanae vitae (Cfr. HV 17) asomándonos a un panorama cuyos frutos hemos podido constatar con el paso del tiempo. Más allá de este contexto cultural hay que destacar la presión que sufría el magisterio de la Iglesia en una doble dirección: en primer lugar, la afirmación de la autonomía de la conciencia moral y el afán de conseguir, con la ayuda de la ciencia, la regulación de los nacimientos caminando hacia la planificación familiar “razonable” que librara a los matrimonios de su incertidumbre ante la misión de procrear. El término que se usaba para expresar esta misma intención era el de “paternidad responsable” cuyo análisis pormenorizado ofrecería la Humanae vitae (Cfr. HV, 10) en conformidad con los principios morales extraídos, como había señalado la Constitución pastoral Gaudium et spes (Cfr. Vaticano II, GS. 51), de la “naturaleza de la persona y de sus actos”.

En segundo lugar, era agobiante el tema de la llamada superpoblación y la cuestión demográfica que se presentaba como en un camino hacia el cataclismo por la falta de recursos para tantos habitantes en el planeta.  Como anécdota curiosa cabe destacar la visita de Rockefeller III a Pablo VI insistiéndole de manera urgente y dramática que no publicara la Encíclica en la dirección que la había ya concebido. Toda la mentalidad malthusiana veía en la “píldora anticonceptiva” la solución para el problema demográfico y para posibilitar un camino de progreso.

  1. El contexto eclesial

Anterior a la celebración del Concilio Vaticano II, algunos autores llamados personalistas reclamaban frente a la doctrina tradicional del sacramento del matrimonio dar más relevancia a la cuestión del amor como fin del matrimonio y prescindir de la división entre fin primario (la procreación y educación de la prole) y fines secundarios (la ayuda mutua y el remedio de la concupiscencia). El Concilio Vaticano II se hizo cargo de estas pretensiones y ofreció una respuesta equilibrada en la Constitución pastoral Gaudium et spes en la que tras describir al matrimonio como “la íntima comunidad de vida y amor conyugal” (GS 48), destaca a su vez su carácter de institución prevista por el Creador “ y “dotada con varios bienes y fines” (Ibid.), que Cristo ha elevado a la categoría de sacramento en el que el amor humano ha sido asumido en el amor divino y se rige y se enriquece por la fuerza redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia” (Ibid.). En la misma Constitución pastoral Gaudium et spes se dedica un número entero a tratar el amor conyugal (Cfr. GS, 49) en el que se destaca la naturaleza del amor esponsal que va mucho más allá de la mera inclinación erótica (Cfr. GS 49) y que se expresa en los actos propios del matrimonio que, realizados de modo humano, son honestos y dignos, significando y fomentando la recíproca donación” (Cfr. GS 49).

Junto al análisis del amor conyugal la misma Constitución afirma que “el matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de la prole (Vat. II, Gaudium et spes 50).

Finalmente, respecto a la armonización del amor conyugal con la apertura a la vida, el Concilio afirma que “no puede existir contradicción verdadera entre las leyes divinas de la transmisión de la vida y de fomento del auténtico amor conyugal”. (GS 51). En referencia al “carácter moral de la conducta de los esposos, cuando se trata de conciliar el amor conyugal con la transmisión responsable de la vida, no depende solo de la sincera intención y la apreciación de los motivos, sino que debe determinarse a partir de criterios objetivos, tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos” (GS 51).

Como es conocido, ante la cuestión que presentaba la anticoncepción química con la “píldora anticonceptiva” Juan XXIII sustrajo la respuesta a los Padres conciliares y creó una Comisión para que estudiara este asunto que se presentaba con tantas urgencias y presiones. Esta comisión tomará el nombre de «Pontificia Comisión sobre población, familia y natalidad».

  1. La respuesta de la Humanae vitae

La comisión creada por San Juan XXIII y posteriormente por San Pablo VI no logró los resultados esperados, de tal manera que la opinión mayoritaria no concordó con lo que después expresó como doctrina la Humanae vitae. En estas circunstancias hay que destacar el valor de Pablo VI y la iluminación recibida de lo Alto para promulgar una enseñanza moral que encontró, en continuidad con el magisterio anterior, el criterio objetivo de moral sexual más importante de los últimos cien años: la inseparabilidad del doble significado unitivo y procreativo del acto conyugal.

Frente a los detractores de la Encíclica Humanae vitae a la que acusan de biologicista y fisicista, que apagó el espíritu del Concilio Vaticano II y que se opuso al progreso de la ciencia, conviene hacer las siguientes puntualizaciones.

Según lo expuesto por Pablo VI no se puede responder a la cuestión específica que plantea la anticoncepción química sin una visión integral del hombre y su vocación que se haga cargo de la unidad de la persona cuerpo-espíritu y los significados del cuerpo humano. Esta afirmación expresada de forma sucinta (Cfr. HV 7), será después desarrollada y profundizada por San Juan Pablo II en la Exhortación Familiaris consortio y en la Teología del Cuerpo contenida en su Catequesis sobre el amor humano.

En continuidad con el Concilio Vaticano II, la Humanae Vitae ofrece un análisis del amor conyugal y de sus cuatro notas características: plenamente humano, total, fiel, exclusivo y fecundo (HV 8-9). Del mismo modo, se puede encontrar en ella una descripción detallada del concepto de “paternidad responsable” (HV 10) a la que apelaba la opinión pública y la opinión mayoritaria de la Comisión preparatoria.

La norma moral

Desde estos presupuestos, que serán objeto de mayor profundización por el Magisterio de San Juan Pablo II y Benedicto XVI, quien escribió páginas bellísimas sobre la verdad del amor humano, la Humanae vitae propone la norma moral en su aspecto positivo: “cada acto matrimonial (quilibet matrimonii usus) debe quedar abierto a la transmisión de la vida” (HV 11). En su aspecto negativo dice: “queda además excluida toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga como fin o como medio, hacer imposible la procreación” (HV 14).

Como fundamento de esta norma, además de afirmar la importancia de los dos significados, unitivo y procreativo de la unión conyugal como había dicho el Concilio Vaticano II, afirma la inseparabilidad de los dos significados: “Esta doctrina, muchas veces expuesta por el Magisterio, está fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador. Efectivamente, el acto conyugal, por su íntima estructura, mientras une profundamente a los esposos, los hace aptos para la generación de nuevas vidas, según las leyes inscritas en el ser mismo del hombre y de la mujer”. (HV 12).

Partiendo de esta estructura íntima del acto conyugal, Pablo VI califica la anticoncepción como «intrínsecamente deshonesta» y por tanto como un «absoluto moral»: «En verdad, si es lícito alguna vez tolerar un mal moral menor a fin de evitar un mal mayor o de promover un bien más grande, no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien, es decir, hacer objeto de un acto positivo de voluntad lo que es intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la persona humana, aunque con ello se quisiese salvaguardar o promover el bien individual, familiar o social.» (HV 14).

Como afirmaría después San Juan Pablo II en su encíclica Veritatis Splendor «la moralidad del acto humano depende sobre todo y fundamentalmente del objeto elegido racionalmente por la voluntad deliberada» (VS 78). En este sentido «la razón testimonia que existen objetos del acto humano que se configuran como no-ordenables a Dios, porque contradicen radicalmente el bien de la persona, creada a su imagen. Son los actos que, en la tradición moral de la Iglesia, han sido denominados intrínsecamente malos («intrinsece malum»): lo son siempre y por sí mismos, es decir, por su objeto, independientemente de las ulteriores intenciones de quien actúa, y de las circunstancias. Por esto, sin negar en absoluto el influjo que sobre la moralidad tienen las circunstancias y, sobre todo, las intenciones, la Iglesia enseña que «existen actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto»” (VS 80).

Kerygma: que exprese el amor salvífico de Dios previo a la obligación moral y religiosa

Por lo expuesto, nunca insistiremos lo suficiente, con el Concilio Vaticano II, en que «toda formación cristiana es ante todo la profundización del kerygma que se va haciendo carne cada vez más y mejor, que nunca deja de iluminar la tarea catequística, y que permite comprender adecuadamente el sentido de cualquier tema que se desarrolle en la catequesis. Es el anuncio que responde al anhelo de infinito que hay en todo corazón humano. La centralidad del kerygma demanda ciertas características del anuncio que hoy son necesarias en todas partes: que exprese el amor salvífico de Dios previo a la obligación moral y religiosa, que no imponga la verdad y que apele a la libertad, que posea unas notas de alegría, estímulo, vitalidad, y una integralidad armoniosa que no reduzca la predicación a unas pocas doctrinas a veces más filosóficas que evangélicas. Esto exige al evangelizador ciertas actitudes que ayudan a acoger mejor el anuncio: cercanía, apertura al diálogo, paciencia, acogida cordial que no condena».

Iniciación Cristiana y Catecumenado

Así las cosas, aprender a amar de la mano de la Iglesia es determinante para todo y para todos: la familia cristiana (Iglesia doméstica) y la comunidad cristiana son esenciales. Esto es lo que entendieron los primeros cristianos cuando al crearse las primeras comunidades tuvieron que marcar un itinerario y un proceso para gestar cristianos y familias cristianas, sirviéndose de lo que ha cuajado como Iniciación Cristiana y Catecumenado.

Ley de la gradualidad

En este contexto hay que tener en cuenta lo que el mismo San Juan Pablo II enseña sobre la ley de la gradualidad en Familiaris Consortio: 

[Los esposos], dice, «no pueden mirar la ley como un mero ideal que se puede alcanzar en el futuro, sino que deben considerarla como un mandato de Cristo Señor a superar con valentía las dificultades. «Por ello la llamada «ley de gradualidad» o camino gradual no puede identificarse con la «gradualidad de la ley», como si hubiera varios grados o formas de precepto en la ley divina para los diversos hombres y situaciones. Todos los esposos, según el plan de Dios, están llamados a la santidad en el matrimonio, y esta excelsa vocación se realiza en la medida en que la persona humana se encuentra en condiciones de responder al mandamiento divino con ánimo sereno, confiando en la gracia divina y en la propia voluntad». En la misma línea, es propio de la pedagogía de la Iglesia que los esposos reconozcan ante todo claramente la doctrina de la Humanae vitae como normativa para el ejercicio de su sexualidad y se comprometan sinceramente a poner las condiciones necesarias para observar tal norma.» (FC, 34)

Sobre la imputabilidad y la responsabilidad

Del mismo modo hay que insistir en que la Iglesia distingue bien entre pecado y pecador (odiar el pecado, pero amar al pecador), y que el Catecismo de la Iglesia Católica explica que «la imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, los afectos desordenados y otros factores psíquicos o sociales». Así mismo el Catecismo enseña que «la ignorancia involuntaria puede disminuir, y aún excusar, la imputabilidad de una falta grave, pero se supone que nadie ignora los principios de la ley moral que están inscritos en la conciencia de todo hombre. Los impulsos de la sensibilidad, las pasiones pueden igualmente reducir el carácter voluntario y libre de la falta, lo mismo que las presiones exteriores o los trastornos patológicos. El pecado más grave es el que se comete por malicia, por elección deliberada del mal.»

Sobre el propósito de no volver a pecar

Por otra parte, también conviene recordar, como enseña el Papa San Juan Pablo II, que «si quisiéramos apoyar sólo en nuestra fuerza, o principalmente en nuestra fuerza, la decisión de no volver a pecar, con una pretendida autosuficiencia, casi estoicismo cristiano o pelagianismo redivivo, iríamos contra la verdad sobre el hombre de la que hemos partido, como si declaráramos al Señor, más o menos conscientemente, que no tenemos necesidad de él. Por lo demás, conviene recordar que una cosa es la existencia del propósito sincero, y otra el juicio de la inteligencia sobre el futuro. En efecto, es posible que, aun en la lealtad del propósito de no volver a pecar, la experiencia del pasado y la conciencia de la debilidad actual susciten el temor de nuevas caídas; pero eso no va contra la autenticidad del propósito, cuando a ese temor va unida la voluntad, apoyada por la oración, de hacer lo que es posible para evitar la culpa». 

A la luz de estas afirmaciones conviene, una vez más, distinguir con claridad las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia frente a las llamadas: moral de situación, la opción fundamental desvinculada de los actos concretos y el relativismo moral, que entroniza una noción de conciencia moral creadora de la norma.

Medios terapéuticos y recurso a los periodos infecundos

Más allá de este núcleo esencial de la doctrina, la Encíclica Humanae vitae hace referencia a la “licitud de los medios terapéuticos para curar enfermedades del organismo, a pesar de que se siguiese algún impedimento para la procreación, con tal de que ese impedimento no sea, por cualquier motivo, directamente querido” (HV 15). Del mismo modo, se hace referencia a la licitud del recurso a los periodos infecundos siempre que haya serios motivos, explicando su condición moral totalmente distinta del uso de medios directamente contrarios a la fecundación como es el caso de la “píldora anticonceptiva”.

El Papa Pablo VI apela en sus fundamentos a una visión integral del hombre, a la verdad del amor conyugal y a la ley natural. Con esto se mantiene fiel a la tradición y responde a la malicia de la anticoncepción porque, a pesar de que el acto externo de la unión conyugal parece el mismo para el espectador, en cambio falsea la donación total porque le ha sustraído al acto la colaboración posible con Dios para generar nuevas vidas. Por eso especifica San Juan Pablo II en su encíclica Veritatis Splendor que «para aprehender el objeto de un acto, que lo especifica moralmente, hay que situarse en la perspectiva de la persona que actúa» (VS 78). Lo que cuenta, por tanto, no es solo la intención sino el objeto de la voluntad deliberada en contra de la naturaleza de la unión conyugal que tiene que ser de comunión amorosa total sin negar la posibilidad de la paternidad y maternidad.

Natural y artificial

Cuando comparamos la unión conyugal en los días infértiles de la mujer por serios motivos con el uso de la anticoncepción en general y, en concreto, con la anticoncepción química, la disputa no es entre natural y artificial. También lo artificial lo usamos con carácter terapéutico. La diferencia entre el acto natural y el uso de anticonceptivos para hacer voluntariamente infecunda la unión conyugal es el objeto del acto moral que se realiza y la imagen del hombre que sustrae una parte de su donación amorosa. Lo que está en juego es si edificamos el hombre (varón-mujer) del egoísmo o el hombre de la donación. Fue Juan Pablo II quien, profundizando en la antropología adecuada, nos hará descubrir que la lógica  humana es la lógica del don de sí. Así nos lo enseñaba el Concilio Vaticano II, el cual después de recordarnos que el Verbo encarnado revela al hombre el misterio del hombre y le descubre la grandeza de su vocación (Cfr. Gaudium et spes 22), nos enseña que el hombre “no puede encontrarse plenamente sino en la entrega sincera de sí mismo” (GS 24).

La malicia de la anticoncepción no está en el recurso a los medios artificiales que, en otras ocasiones resultan lícitos. Por ejemplo, el uso de una pierna ortopédica. Cuando Pablo VI habla de la verdad del amor conyugal y recurre como fundamento a la ley natural, no hay que confundir ésta con la naturaleza física. La ley natural es la que hace referencia a la creación y al orden de la divina sabiduría creadora que ha ordenado todas las cosas. La ley natural es la luz de la razón que descubre el orden de la sabiduría inscrita en la creación, luz que descubre el significado unitivo y procreativo de la unión conyugal y que lleva a comprender la inseparabilidad de ambos significados.

Este criterio objetivo de la inseparabilidad de los significados unitivo y procreativo del acto conyugal pone de manifiesto que hay algo indisponible a la voluntad humana que es el carácter finalista de la naturaleza humana.

  1. El carácter público de la sexualidad conyugal

Conviene en este momento subrayar la importancia de que el Papa Pablo VI, además de otras razones, haya querido poner como fundamento de la Humanae vitae la ley natural porque, siguiendo la tradición, utiliza un lenguaje universal y porque con ella se remarca el carácter social de la sexualidad conyugal. 

Cuando nos referimos a la persona sexuada como varón y mujer hablamos de la “diferencia” que conduciendo a la complementariedad y a la procreación en el matrimonio, le da a la sexualidad conyugal un carácter público porque ella es la raíz de la sociabilidad y de la sociedad.

La sociedad nace cuando hay algo indisponible en la diferencia sexual. En la unión sexual conyugal hay algo que va más allá del deseo y de la utilidad. Ese algo más indisponible, que hace que la unión esponsal sexual no sea instrumental y no dependa del simple deseo, es la posibilidad de la procreación, la colaboración con Dios creador hacia donde apunta, como hemos dicho, el carácter finalista de la naturaleza humana. Sin la diferencia varón-mujer, iguales en dignidad, y sin el criterio objetivo de la inseparabilidad de los significados unitivo y procreativo de la unión sexual conyugal-matrimonial, no hay origen de la sociedad natural ni superación del hedonismo y del utilitarismo. De ahí, la importancia de Humanae vitae para la Doctrina Social de la Iglesia y, dentro de ella, lo referente a la ecología humana integral. En este sentido, debemos recordar con el Papa Francisco que «no hay ecología sin una adecuada antropología», que “la acción de la Iglesia no sólo intenta recordar el deber de cuidar la naturaleza, sino que al mismo tiempo «debe proteger sobre todo al hombre contra la destrucción de sí mismo»”.

Es verdad que Hobbes y Rousseau afirman que el origen de la sociedad está en el “contrato social” que da como origen al Leviathan, al Estado moderno que, por desconocer las realidades naturales de la naturaleza de la persona, el matrimonio y la familia, etc. lo confía todo a la voluntad general aunque sea contraria e injusta con los bienes inalienables de la persona humana. Pero cabe preguntarse: ¿este modo de pensar el origen de la sociedad hace justicia a la dignidad de la persona y a sus bienes vinculados a su naturaleza? La sociedad nace de la vocación a la sociabilidad inherente a la persona humana. Esta vocación llevada a cabo desde la diferencia varón-mujer lleva en el matrimonio a la complementariedad y a la verdadera comunión que culmina en la procreación y educación de los hijos. Es desde la diferencia sexual desde donde nace la verdadera sociabilidad, que apunta a ser “una sola carne” cuyo fruto, si Dios bendice, son los hijos, la familia, cuna de la sociedad. La sociedad no es la suma de los individuos sino una comunidad edificada desde la célula primaria que es la familia que tiene su origen en el matrimonio.

Viendo las cosas así, comprendemos la malicia de la anticoncepción que, instrumentalizando el cuerpo humano, impide la verdadera complementariedad amorosa y la procreación. Desde esta perspectiva se comprende que se llegue a equiparar la unión de personas del mismo sexo al matrimonio y se llegue a privilegiar al individuo -llamado ciudadano- haciendo de la sociedad la suma de individuos con intereses contrapuestos. De este nuevo paradigma se ha aprovechado tanto el capitalismo liberal como el colectivismo marxista-freudiano que nos han encaminado hacia una sociedad nihilista cuyo horizonte es un nuevo totalitarismo, propiciado por la tecnología, la inteligencia artificial y el transhumanismo. Es lo que algunos autores han llamado «capitalismo tecno-nihilista» y otros un camino hacia el «tecnofeudalismo»; todo ello con pretensiones de tecno-redención, queriendo así hacer inútil la encarnación, la pasión, la muerte y la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, así como todas sus implicaciones.

  1. El carácter profético de Humanae vitae

Además de todo lo dicho que supone una luz para desenmascarar todas las ideologías que propician la deconstrucción de lo humano por desconocer la naturaleza de la persona y sus bienes inalienables, Pablo VI nos indicó, como verdadero profeta, una serie de posibles males que se ocasionarían al no aceptar sus propuestas. Estas son sus palabras: “Los hombres rectos podrán convencerse todavía de la consistencia de la doctrina de la Iglesia en este campo si reflexionan sobre las consecuencias de los métodos de la regulación artificial de la natalidad. Consideren, antes que nada, el camino fácil y amplio que se abriría a la infidelidad conyugal y a la degradación general de la moralidad. No se necesita mucha experiencia para conocer la debilidad humana y para comprender que los hombres, especialmente los jóvenes, tan vulnerables en este punto tienen necesidad de aliento para ser fieles a la ley moral y no se les debe ofrecer cualquier medio fácil para burlar su observancia. Podría también temerse que el hombre, habituándose al uso de las prácticas anticonceptivas, acabase por perder el respeto a la mujer y, sin preocuparse más de su equilibrio físico y psicológico, llegase a considerarla como simple instrumento de goce egoísta y no como a compañera, respetada y amada.

Reflexiónese también sobre el arma peligrosa que de este modo se llegaría a poner en las manos de autoridades públicas despreocupadas de las exigencias morales. ¿Quién podría reprochar a un gobierno el aplicar a la solución de los problemas de la colectividad lo que hubiera sido reconocido lícito a los cónyuges para la solución de un problema familiar? ¿Quién impediría a los gobernantes favorecer y hasta imponer a sus pueblos, si lo consideraran necesario, el método anticonceptivo que ellos juzgaren más eficaz? En tal modo los hombres, queriendo evitar las dificultades individuales, familiares o sociales que se encuentran en el cumplimiento de la ley divina, llegarían a dejar a merced de la intervención de las autoridades públicas el sector más personal y más reservado de la intimidad conyugal.

Por tanto, sino se quiere exponer al arbitrio de los hombres la misión de engendrar la vida, se deben reconocer necesariamente unos límites infranqueables a la posibilidad de dominio del hombre sobre su propio cuerpo y sus funciones; límites que a ningún hombre, privado o revestido de autoridad, es lícito quebrantar. Y tales límites no pueden ser determinados sino por el respeto debido a la integridad del organismo humano y de sus funciones, según los principios antes recordados y según la recta inteligencia del “principio de totalidad” ilustrado por nuestro predecesor Pío XII” (HV 17)

Transcurridos más de cincuenta años desde la promulgación de la Carta Encíclica Humanae vitae de San Pablo VI, cualquier comentario parece innecesario. La invasión de la pornografía, la devaluación del matrimonio, el dominio de la ideología de género, la teoría queer, etc. etc., avalan la necesidad de recuperar las enseñanzas de un magisterio imprescindible para salvar a la persona y edificar las bases de una civilización verdaderamente humana más allá de las ideologías.

  1. Una palabra conclusiva

Todo lo que incipientemente nos enseñó Humanae vitae ha sido desarrollado con verdadera sabiduría por San Juan Pablo II, Benedicto XVI y con los acentos pastorales del Papa Francisco. Sin embargo, conviene destacar como palabra final que lo que está en juego con la aceptación de esta Encíclica es el mismo hombre. Si hemos afirmado, desde la antropología adecuada, la unidad de la persona cuerpo-espíritu y la diferencia sexual, base del matrimonio y posibilitadora de la verdadera sociabilidad y sociedad, no podemos olvidar en cambio la necesidad de la redención del cuerpo, en lenguaje paulino, o la redención del corazón.

El hombre, varón-mujer, herido por el pecado, necesita de la purificación y la sanación del corazón. Necesita de la virtud y, en especial, de la virtud de la castidad que sitúe el impulso erótico en el ethos de la persona. La virtud de la castidad lleva a la persona a integrar en el acto libre el impulso erótico, las emociones y la afectividad de tal manera que, con la luz de la inteligencia y la infusión de la caridad, pueda poseerse y pueda, en el lenguaje del cuerpo, llegar al don de sí, que es su vocación esencial. Sin la castidad, virtud social, no nace el hombre libre capaz de donarse en la unión conyugal y en el resto de relaciones que tejen la vida comunitaria y social.

De la mano de la Iglesia necesitamos volver a encender la lámpara de la fe y dejarnos iluminar por la luz de Dios que brilla en todo su esplendor en la humanidad de Jesucristo, verdadero sol de justicia. Todo lo ocurrido en esos años posteriores a la Humanae vitae tiene como raíz última el eclipse de Dios. Una vez más hemos de recordar con Benedicto XVI que un humanismo sin Dios es un humanismo inhumano (Benedicto XVI, Caritas in veritate, 78). Por eso la respuesta ante una sociedad nihilista como la nuestra no es otra que la evangelización para generar personas cristianas, familias abiertas a la vida y comunidades misioneras para poder ser luz y fermento de una sociedad nueva. Que la Virgen de los Desamparados interceda por todos nosotros, acompañe el caminar de este Pontificio Instituto para que, junto a la Universidad Católica, no cese de brillar la luz del evangelio.